
Hace unas semanas que terminé El peligro de estar cuerda, la última obra de Rosa Montero y me ha dejado perpleja. Pero también agradecida y aliviada, ya que, entre sus páginas, que se pueden visitar de forma repetida una vez concluida su lectura completa, he encontrado la explicación a muchas de las preguntas que he estado formulándome toda la vida. Toda la vida, ahí es poco.
El hilo que vertebra esta obra es la exploración del proceso creativo y lo hace de una manera que nos lleva de la mano a lo largo de reflexiones de la autora que, en muchos casos, son un reflejo de las mías. E intuyo que esto que me ha ocurrido a mí les habrá sucedido a otros que hayan sentido en algún momento la pulsión creativa, ya sea con mayor o menor habilidad, mejores o peores resultados. Supongo que ese es uno de los aspectos que me maravillan de la buena literatura y que yo también, como escritora, intento conseguir con mis textos: que las historias que cuento despierten en el lector ese destello de familiaridad de las cosas conocidas, de la experiencia personal; de todo aquello con lo que podemos identificarnos los seres humanos, porque palpita bajo nuestra existencia como si fuera sangre que nos vinculara a unos con otros. El dolor, la alegría, el miedo, la duda, la culpa, la intuición de que pertenecemos a un grupo de seres que siempre nos comprenderá… todos esos universales nos unen como las raíces de un árbol cuyas hojas son una variedad de cualidades y defectos, sueños y esperanzas que nos asemejan, pese a nuestra disparidad. Y esto, la capacidad de hacer que nos sintamos parte de lo que se nos relata como si nos hubieran leído la mente, Rosa Montero lo logra en cada párrafo, en cada anécdota que te hace sonreír o sorprenderte por su cercanía, por la similitud con tu propia vida.
Tal es la magia de las historias.
Por ese motivo, creo yo, quienes escribimos necesitamos contarlas: para encontrar los oídos que nos comprendan, que se sientan identificados con lo que les narramos, que se emocionen con aquello que nos ha provocado la risa o las lágrimas a nosotros mismos mientras poníamos por escrito ideas que germinaron en algún momento. Esa necesidad, y no otra cosa, es lo que nos mueve a encerrarnos en una soledad habitada por mucha gente (nuestros otros yoes y los personajes que el cerebro ha creído engendrar, pero que a veces se diría que han nacido por propia voluntad) durante centenares de horas para pergeñar historias. Y la única forma de que este acto tenga sentido, al menos para mí, es saber que mis palabras van a llegar hasta los lectores, quienes, si todo va bien, serán mis compañeros de travesía en una experiencia que, de no ser por ellos, naufragaría en un mar de niebla. En un triste cajón.
LAS RESPUESTAS DE LA NEUROCIENCIA
Como decía, durante la lectura de El peligro de estar cuerda he encontrado ecos de tantos hechos cotidianos de mi vida que esta obra me ha dejado sobrecogida y, al mismo tiempo, me ha calentado el alma. Por ejemplo, saber que hay más gente entre las personas creativas a las que les falla la memoria, hasta el punto de que a veces resulta más fácil inventar el pasado que intentar recordarlo, ha sido un verdadero alivio. ¡Qué maravilla el mundo neuronal, vivan las conexiones sinápticas, incluso si son defectuosas! Y digo esto porque he comprendido que dichas conexiones, en mi caso, parecen fracasar a menudo. Y eso se agrava con la edad. Pero no creo que tenga remedio, de manera que lo único que me resta por hacer es seguir inventando historias.
A la hora de encontrar respuestas a tantas preguntas que surgen a lo largo de la vida también me ha ayudado, en el campo de la neurociencia, escuchar y leer a Marian Rojas Estapé, quien explica de manera accesible hechos como los que surgen, de tanto en tanto, en la obra de Montero. Haber descubierto gracias a ambas cosas como que el cortisol, la llamada hormona del estrés, afecta la forma en la que afrontamos la vida, me ha permitido entender por qué podemos acabar tomando decisiones que, en otras circunstancias, nunca nos plantearíamos. La vida no es fácil para nadie, pero algunos no podemos evitar que resulte todavía más complicada con nuestras inseguridades. En lo tocante a los creadores, en particular los escritores, sucede con cierta asiduidad: nos sumergimos en la zozobra de los juicios que emitimos sobre nosotros mismos, de manera que, en cuestión de segundos, pasamos de creer que lo que escribimos roza la genialidad a considerarlo una verdadera porquería. Navegamos entre la incertidumbre sobre el futuro, la inseguridad sobre nuestras propias capacidades, las opiniones de los demás, los rechazos editoriales… Por suerte, son meras etapas y al final se acaban superando, pero ese síndrome del impostor nos acecha tras cada esquina.
EL PRECIPICIO

Lo que nos mueve, la pasión/pulsión por narrar que nos permite idear tramas, elaborar hipótesis con infinitas posibilidades y adentrarnos en un nudo de pensamientos es también lo que, a veces, nos conduce hasta un precipicio al que algunos nos asomamos con demasiada frecuencia. La escritura nos da la vida y una razón para seguir adelante, si bien puede convertirse en un martirio cuando sobredimensionamos cada cosa que nos sucede, las buenas y las malas, con la intensidad que nos caracteriza. ¿A quiénes? ¿A los creadores en general? No, pero sí a quienes, al parecer, somos PAS (Personas Altamente Sensibles).
En este grupo numeroso se suele clasificar a aquellos que tendemos a vernos afectados de forma mucho más intensa que el resto por los hechos cotidianos, tanto los positivos como los dramáticos. Lo que para otros posee una intensidad emocional moderada, para nosotros significa un viaje frenético de ida y vuelta hasta los límites de lo tolerable. La empatía llevada al extremo, darles demasiadas vueltas a las cosas, prestarle atención a detalles que para los demás pasan desapercibidos, son algunos de los rasgos definitorios de los PAS, según la psicología. Y esa intensidad la pagamos cara, hasta el punto de que para algunos resulte, en ocasiones, insoportable. De ahí que muchos alberguemos pensamientos suicidas a lo largo de la vida, cuando durante esos vaivenes emocionales transitamos las profundidades de nuestro infierno particular. Estos episodios se alternan con momentos de escalada a velocidades vertiginosas hacia las cumbres del optimismo… La caída desde tales alturas, como podéis imaginar, es aterradora. Por suerte, las etapas de sublimación y derrumbamiento suelen alternarse con momentos a los que yo llamo “meseta”, donde la mayoría de la gente desarrolla una vida “normal”, con sus amarguras y dichas cotidianas, sin mayores dramas.
MULTIPLICIDAD

Uno de los rasgos que compartimos los escritores, y que Rosa Montero menciona también, es la multiplicidad de personalidades que nos habitan. Llevamos dentro una miscelánea de seres, de hermanos tan dispares como nuestra familia de carne y hueso, tan opuestos que parece imposible que todos compongan la persona que los demás ven. Y en esa suerte de Frankenstein que somos, en el batiburrillo de seres y sentimientos que se mueven bajo nuestra piel, se produce el caos del que surgen los relatos. Si la lectura nos ofrece la posibilidad de vivir cientos de vidas, tantas como historias hay, la escritura nos permite convertirnos en otra persona, al menos durante el tiempo que compartimos con nuestros personajes a lo largo de la narración. Derramar letras por las páginas nos brinda la posibilidad de sacar de las profundidades a esos otros yoes que llevamos dentro y ventilar los polvorientos rincones en los que solemos tenerlos encerrados. Por eso, para escribir resulta imprescindible la intuición de lo no vivido, la identificación con sentimientos y situaciones ajenos. La empatía. Al fin y al cabo, el impulso necesario para buscarle el sentido a la vida se sustenta precisamente en ser capaces de ponernos en el lugar del otro. Y ese conocimiento no llegará hasta nosotros si no nos aventuramos en el laberinto de almas que es este mundo fascinante.
LA INFANCIA: EL GERMEN DEL ACTO CREATIVO
El último punto al que me gustaría referirme tras adentrarme en la lectura de El peligro de estar cuerda es algo que se me ha revelado gracias a Rosa Montero: la pérdida en la infancia como germen del acto creativo. De nuevo, imagino que al igual que muchos otros lectores, he encontrado en esta idea una verdad que, pese a haber intuido desde siempre, no había sido capaz de verbalizar hasta ahora. Un suceso (o una serie de ellos) que tenga lugar en una etapa temprana de la vida puede despertar la chispa que dará a luz al fuego creativo. Hablo de la necesidad de escribir para escapar, para hallar consuelo, para modelar una realidad que detestamos o incluso para darnos cuenta de que hay aspectos de esa realidad que sí merecen la pena. Todo lo que nos ocurre, creo yo, sobre todo en nuestra niñez (aunque no solo entonces) nos sitúa al comienzo de un camino que emprendemos con un único propósito: encontrar el sentido de nuestra existencia. Necesitamos hacerlo para enfrentarnos a nuestras obsesiones. En mi caso, temas como la culpa o la muerte llevan apareciendo en mis escritos desde el principio y sé que lo harán en mis obras futuras, porque conforman mi paisaje emocional cotidiano y me acompañan en esa senda emprendida en busca de respuestas.
CONCLUSIÓN
Pongo aquí punto final a esta retahíla de ideas suscitadas por la lectura de un libro maravilloso que no puedo dejar de recomendar. En él, aparte de todo lo ya mencionado, encontraréis una cantidad ingente de información y referencias interesantes para seguir explorando el tema de la creatividad.
El peligro de estar cuerda, del que se dice en la contraportada que se mueve entre el ensayo y la ficción, no solo me ha revelado verdades sobre mí misma, sino que, sorprendentemente, ha llevado a alguna persona muy cercana a confesarme que me conoce mejor tras haberlo leído. Esta obra ha dotado de verosimilitud lo que yo le había ido contando sobre mí misma con otras palabras, de mil maneras distintas. Todas válidas, todas ciertas. Al fin y al cabo, eso es lo que hacemos cada día al “narrarnos” para los demás, para intentar comunicar quiénes somos y entender quiénes son los otros. Y la obra de Montero consigue dotar de sentido a esa necesidad tan humana de comprendernos a nosotros mismos y al resto del mundo.