Nos hallamos, por fin, en ese momento en el que dejamos atrás el cegador sol veraniego y nos encaminamos hacia las tinieblas y el frío. Mi etapa favorita del año. Donde estén los cielos tormentosos y las noches frente a la chimenea, el vaho como heraldo de las heladas y las pócimas (ejem, infusiones) bien calentitas para entonar el cuerpo, que se quiten todas las terrazas, ventiladores y playas del mundo. Y para ponernos a tono antes de que llegue el crudo invierno, empecemos a disfrutar de los tonos anaranjados y ocres del paisaje, de la belleza de la naturaleza en estado decadente, de castañas, calabaza asada y huesos de santo y metámonos bajo la manta para contarnos historias. Aunque sean sobre la muerte.
Aprovechando que la CYLCON ha propuesto para este mes un tema que tanto me atrae, he escrito este artículo sobre la Parca y su protagonismo en varias obras artísticas. Es este un asunto que siempre he tenido muy presente y, como prueba de ello, ahí está mi última novela recién publicada, Muerte, tú morirás (Apache Libros).

En ella no he podido evitar volcar todas mis obsesiones como escritora y una de ellas es por qué tenemos que morir. Es evidente que la vida puede llegar a ser un tránsito no exento de penurias y desolación, mas pese a todo, su belleza se impone al dolor y resulta adictiva. Siempre querremos más, o quizá nosotros no, pero habrá quien preferiría quedarse en este mundo de locos indefinidamente. Permanecer y no sucumbir a la extinción. De ahí que durante toda mi existencia me haya preguntado si alguna vez será posible vencer a la muerte, prolongar la vida a nuestro antojo. Y, puestos a elucubrar, tal vez llegue el momento en el que podamos eximir a algunas personas de pasar por esa temible frontera, pero no a todas. Esto plantearía un gran dilema moral, porque de poder elegir ¿a quién se le concedería dicho privilegio? No solo eso, ¿qué sucedería si alguien no quisiera aceptar ese regalo de vivir eternamente? ¿Podría forzársele a hacerlo? Como veis, en mi novela me planteo ideas que la ficción me permite explorar y compartir con los lectores, puesto que sé a ciencia cierta que no soy la única a quien preocupan estas divagaciones.
Y es que, queramos o no, la muerte forma parte de la vida y está bien hablar de ella. Supongo que eso nos ayuda a ir digiriendo el hecho irrefutable de que a todos nos llegará. En algunas culturas, como las mediterráneas, nos tomamos la desaparición del cuerpo de una manera mucho más trágica que en otras, donde se acompaña de un modo menos oscuro y austero a quienes parten en ese viaje (ahí está Hamlet y su referencia a ella como “un país ignoto de cuyos límites ningún viajero retorna”). Tal es el caso del mundo anglosajón, donde junto con los funerales, se puede llegar a organizar todo un velatorio en el que se incluye una pequeña fiesta para despedirse del finado. Se trata de una celebración de los momentos compartidos con quienes se han marchado, un acto que rememora el tiempo vivido con ellos para que no olvidemos su paso por nuestra vida. Y me parece una forma preciosa de decirles adiós o hasta pronto, dependiendo de nuestras creencias.
Por tanto, ya que la muerte es parte indisoluble de la vida, es normal que lleve apareciendo como referente en composiciones artísticas desde tiempos inmemoriales, ya sea en la literatura, en el cine o en la pintura, por mencionar solo algunas. Por elegir un punto en el tiempo, podríamos remontarnos a los siglos XV y XVI, cuando las obras conocidas como Moralidades y Misterios poblaban los escenarios de personajes alegóricos para inspirar el miedo a la muerte y lo que se creía que hallaríamos tras abandonar este mundo. Servían como acicate moral para intentar llevarnos por el buen camino. Entre los personajes simbólicos que encontramos en ellas no podía faltar la misma Muerte, como por ejemplo en la obra británica El castillo de la perseverancia. En otras composiciones se la describe como una frontera que marca la distancia entre esta vida y un más allá aterrador que contiene la promesa de las brasas del infierno, dependiendo de la naturaleza de nuestros actos mientras respiramos. Tal es el caso del Doctor Fausto (1604) de Marlowe o Don Juan Tenorio de Zorrilla (1844).
Tenemos fecha de caducidad y, dado que no sabemos cuándo puede llegar la Parca con su guadaña, lo razonable sería llevar una existencia lo más amable posible con el resto de congéneres y tan fructífera como para no lamentar después no haber aprovechado el tiempo que se nos concedió (¿podremos hacer eso cuando ya estemos muertos?). Ahí tenemos, a modo de recordatorio constante, el carpe diem diciéndonos que, como las flores, estamos abocados a marchitarnos. Seguro que todos recordáis el brillante momento de la película “El club de los poetas muertos” (1989).
El protagonismo de la muerte es innegable en diversas obras que hacen referencia directa a ella, ya sea encarnada en el propio ser que nos inspira pavor o simbolizada por sus heraldos. El más allá está presente en composiciones que rezuman folklore, porque es una de nuestras mayores preocupaciones, si no la principal. En algunas zonas rurales del norte de España y Portugal se dice que si te cruzas con la espectral procesión de las ánimas conocida como Santa Compaña eres carne de cañón. Así se nos cuenta en la película de José Luis Cuerda “El bosque animado” (1987), basada en la obra del mismo nombre de Wenceslao Fernández Flórez. Resultan inolvidables los personales del bandido Fendetestas (Alfredo Landa) y el tierno espectro Fiz de Cotovelo (Miguel Rellán), que vaga por el bosque en busca de un buen cristiano que le ayude a conseguir el reposo para su alma. También existen unos seres temibles en el folklore irlandés que cumplen una función igualmente aterradora. Las Banshees son personajes femeninos que, con sus estremecedores gritos, anuncian el inminente fallecimiento de alguna persona.
Por otro lado, la muerte también puede llegar a verse como un alivio para los pesares terrenos, a veces de índole amorosa (Las penas del joven Werther, novela emblemática dentro del movimiento del Romanticismo, escrita en 1774 por J.W. Goethe) o como solución desesperada a un problema extremadamente grave (el suicidio de uno de los personajes principales en la magnífica obra de teatro Muerte de un viajante (1949) de Arthur Miller). De esta última se hizo una versión cinematográfica en 1985 protagonizada por Dustin Hoffman. El delicado tema de personajes que deciden recurrir a la muerte de manera voluntaria da para todo un artículo.
Para concluir este breve repaso por algunas de las muchísimas obras que tienen como elemento primordial la muerte, no puedo dejar de mencionar una película de culto de Ingmar Bergman: “El séptimo sello” (1957). En ella, ambientada en la Europa arrasada por la peste en el siglo XIV, se nos narra la historia de un caballero que tiene la osadía de desafiar a la muerte a jugar una partida de ajedrez. No sé si imaginaréis el escalofrío que recorrió mi espalda cuando vi por primera vez esta película el año pasado… mi novela Muerte, tú morirás, llevaba escrita casi cuatro años. En mi obra no hay partida de ajedrez, pero mi protagonista se embarca en un enfrentamiento con la Parca que también implica la posibilidad de perder. De perderlo todo. Las semejanzas acaban ahí. La ficción, a veces, posee esta magia o quizá lo que sucede es que, al final, los creadores encontramos inspiración en los mismos arquetipos. La belleza de la literatura, por referirme a lo que me concierne, radica en la utilización tan personal que cada autor lleva a cabo a partir de materiales y símbolos familiares para la cultura colectiva. Os recomiendo que veáis esta película del gran director sueco.
Acaba octubre y se aproximan fechas complicadas, más en los tiempos de pandemia que vivimos. Busquemos refugio en el arte, en la ficción, en las tradiciones. Caminemos hacia esa oscuridad, quizá no tan temible, que nos aguarda hacia el final del año, hacia un día tan especial y duro para muchos como es el de Todos los Santos (con su antesala, Halloween, para quien guste de festejarlo). Celebremos la vida y la muerte, los momentos especiales que merece la pena rememorar, esperando que alguien nos recuerde a nosotros cuando hayamos exhalado nuestro último aliento. ¿Dejaremos atrás un bonito recuerdo o seremos un mero borrón en la memoria de quienes nos conocieron? La respuesta solo llegará tras la aparición de uno de los personajes principales de esta representación que es nuestra vida: la Muerte.
#lamuerteossientatanbienCYLCON
acias Ana por tan acertada e ilustrada reflexión sobre un tema que me fascina. He disfrutado muchísimo leyéndola.
Y si, nuestro legado se medirá en los recuerdos dejados en otros cuando nosotros ya no estemos…
Yo descubrí el impacto del carácter risueño y amable de mi padre en gente ajena cuando muchos fueron a su velatorio y me contaron momentos vividos con él que yo desconocía…Y para acompañarlo en los más de 2000 kilómetros que lo separaban de su lugar de descanso final mi padre escogió a un Caronte excepcional, casi clavado a él, alguien encantador, dicharachero, amable, de sonrisa fácil y lleno de vida aunque su día a día fuera atender y conducir a los muertos…
Si, la muerte está tan llena de magia como la vida pero pocos se atrevan a descubrirla…
Alguien dijo que hay que aprender a morir para vivir plenamente y es cierto…Ignorar nuestra mortalidad es tan fútil como temerla
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Me alegro de que te haya gustado, Ángeles. Cada uno experimenta la muerte de sus seres queridos de una forma y creo que la tuya te está dando paz y perspectiva, junto con el lógico dolor. A mí también me sucede con el recuerdo de mis padres. Descubrimiento y valoración (más aún si cabe) me van llegando con su ausencia. Gracias por compartirlo conmigo. Un abrazo.
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