La necesidad de narrar historias es inherente a la raza humana y con toda probabilidad habrá existido desde que tenemos el don de la palabra. La posibilidad de crear mundos imaginarios y transmitirlos de viva voz para provocar emociones en otros, quienes nos escuchan, resulta irresistible. La experiencia de compartir narraciones al calor de una hoguera en mitad de la noche, de ver la emoción reflejada en los rostros de los otros, es algo que seguro ha hecho palpitar con fuerza el corazón de muchos contadores de historias.
Y es que el arte de relatar viene de muy lejos, pese a que hoy en día, en un mundo en el que el estímulo visual de las nuevas tecnologías impera, sea difícil hallar momentos de asueto en los que escuchar a alguien mientras nos deleita con su voz. Una vez más, habría que reivindicar la invención de una máquina del tiempo para que nos lleve a momentos más propicios, o incluso a lugares imaginarios, quizá dentro de un libro, como Los Cuentos de Canterbury. Por si no lo habéis leído, lo escribió el autor Geoffrey Chaucer a finales del siglo XIV y en él se nos habla del viaje emprendido por casi una treintena de peregrinos hacia Canterbury, donde se hallaba el sepulcro de San Tomás Beckett. Lo relevante de la obra para este artículo es que en ella se incluyen las historias que cada uno de esos viajeros narra para entretener a los demás miembros del grupo a lo largo del itinerario. El maravilloso arte de la palabra, una vez más.

La posibilidad de tomar esos mitos, tanto aquellos propios de unos lugares concretos como los que se repiten en muchas culturas y son universales, resulta muy interesante a la hora de crear historias. Hablo de arquetipos como el bien y el mal, el villano, el héroe, el sabio, la maga (o la sabia y el mago), la naturaleza como fuente de vida, la primavera como renacimiento, etc., pero también de las leyendas sobre nuestros muertos, las supersticiones, victorias legendarias de guerreros y otros muchos temas. El proceso de mezclar dichos mitos con nuestra propia historia, la real y la que cada uno de nosotros siente o hace suya, la que surge de nuestras emociones, me parece de lo más sugerente como escritora y como lectora.
Tras este preámbulo me gustaría hablaros, a apenas una semana de la publicación de mi novela, El Sendero de la Palabra, de otros contadores de historias, los narradores celtas, y más en particular los itinerantes. Me refiero a aquellos que recorrían la isla de Irlanda de una punta a otra brindando sus relatos a quienes quisieran escucharlos a cambio de unas monedas, un plato de comida caliente o incluso de poder pasar la noche a resguardo de las inclemencias del tiempo. Era una forma de trueque, por así decirlo. Ellos ofrecían la riqueza del folklore que contribuían a preservar gracias a sus dotes oratorias y su audiencia les recompensaba con algo material y, por supuesto, también con su atención y sus aplausos. Estos personajes son la base de mi novela y me gustaría contaros algunas cosas sobre ellos y sus orígenes.
Como ya sabréis si leísteis mis posts anteriores, una de mis grandes pasiones es la isla esmeralda y, en especial, la cultura celta irlandesa. Así pues, voy a compartir con vosotros algunos datos para que estéis familiarizados con ellos.
Los celtas
Este pueblo de origen indoeuropeo data de la Edad de Hierro y sus diferentes tribus hablaban lenguas con raíces comunes. Se asentaron en varios territorios, tales como las Islas Británicas, Francia, la península Ibérica (Asturias, Galicia, Cantabria y algunas zonas de Castilla), el noroeste de Portugal y el norte de Italia. La expansión del Imperio Romano y las migraciones de los pueblos germánicos acabaron por hacer que la cultura celta y sus lenguas quedaran restringidas a los territorios de Irlanda, Gales, Escocia, Cornualles, la Isla de Man y la Bretaña francesa. Los romanos se referían a los habitantes de la Francia actual como Galos (¿os suena Asterix?). Aquí os dejo un trailer de El Secreto de la Poción Mágica para refrescaros la memoria.
Los druidas
Existe un elemento esencial de los pueblos celtas que resulta muy interesante: los rastros de su tradición oral. El amor por la palabra (las narraciones) es un rasgo característico de la cultura irlandesa que ha pervivido a lo largo de los siglos y que, para mí, es imprescindible para llegar a conocer y valorar sus tradiciones junto con otro de sus pilares: su devoción por la música. Y todo esto me lleva a unos personajes muy importantes que contribuyeron a preservar los relatos orales mejor que nadie: los druidas.
Estos eran miembros de una de las más altas clases dentro de la jerarquía social de los celtas y destacaron por su labor religiosa, pero también por su faceta como consejeros en temas médicos, legales y políticos. La sabiduría druídica se plasmaba en la memorización de miles de versos, para lo cual los futuros druidas habían de pasar por un aprendizaje largo y complicado que, una vez concluido, les otorgaba el respeto del resto de la sociedad. Además, gracias a su poderosa memoria, eran los encargados de preservar y transmitir de manera oral (no han quedado testimonios escritos por ellos) el saber y la historia de su pueblo desde tiempos remotos.
A los druidas a menudo se les atribuían poderes sobrenaturales, entre los que destacaban el don de la profecía y la magia, de ahí que se les sitúe en el entorno de las figuras más respetadas y temidas, tales como reyes y grandes señores. A pesar de que estas interpretaciones místicas no pasan de ser meras hipótesis, estoy convencida de que los cerebros de todos aquellos que amáis las historias fantásticas acaban de activarse.
Seguro que podéis recordar algún druida o personaje muy parecido a ellos, tanto en novelas que hayáis leído como en películas. Merlín es uno de los ejemplos más evidentes, y Gandalf, claro está, pero sospecho que cuando J.K. Rowling creó a su Dumbledore tenía en mente también (de manera consciente o no) a un druida.



Un aspecto esencial a tener en cuenta llegados a este punto: los druidas no eran solo hombres, sino que en la mitología irlandesa, por ejemplo, se hace referencia a numerosas mujeres. Entre ellas podemos mencionar a Bodhmall (druidesa y tía del mítico héroe irlandés Fionn mac Cumhaill, también conocido como Finn McCool, a quien nombré en el post Cinco lugares mágicos de Irlanda que inspiran mundos fantásticos como artífice de la Calzada del Gigante) y a Birog, miembro de la tribu de dioses Tuatha de Danann.
No obstante, casi siempre que se nos habla de mujeres y magia no se las ha representado de una forma tan favorable como a sus contrapartidas masculinas, sino como a brujas o hechiceras y, por tanto, no siempre tenían un final feliz. En El Sendero de la Palabra encontraréis grandes mujeres con habilidades que podríamos calificar como mágicas, ¿os interesa conocerlas? Bueno, os dejo con la curiosidad que espero se satisfaga cuando hayáis leído la novela.
Bardos, filid o seanchaithe
Existen varias clasificaciones que ayudan a definir a los diferentes componentes de la casta druídica, si bien no parece que haya acuerdo entre los estudiosos del tema. En la Irlanda medieval un bardo era un narrador profesional que también componía música. Estaba al servicio de un monarca o un noble y su principal función era la de alabar a su patrón mediante el ensalzamiento de sus valores o gestas a través de composiciones que memorizaba con sus prodigiosas dotes. Se trataba de verdaderos eruditos que acumulaban en sus mentes miles y miles de versos que recitaban para mayor gloria de sus patrones y de sí mismos, pues su labor era altamente valorada en la sociedad celta. Se dice que sus palabras poseían el poder de crear o destruir reputaciones. En algunos lugares se les considera los personajes más poderosos después de los reyes, por lo que eran venerados y temidos a partes iguales.
De entre los druidas debemos mencionar a los que pertenecían a la clase mejor considerada, los filid, quienes mantenían las tradiciones orales de la Irlanda pre-cristiana con estrategias mnemotécnicas que les permitían transmitir la historia del pueblo celta. Después fueron conocidos como seanchaithe (singular seanchai, preciosa palabra que merece la pena escuchar pronunciar a algún nativo irlandés y que viene a sonar algo así como “shanaki”). Este es un término al que hago referencia en mi historia en numerosa ocasiones, ¿imagináis por qué?
Los filid o seanchaithe se preparaban para su labor durante años y recibían instrucción en áreas como la genealogía, historia antigua, derecho, ciencia, música, cronología de todos los reyes celtas anteriores, adivinación, etc. Estos personajes desempeñaban labores parecidas a las de otras figuras similares en el resto de Europa, tales como los scops, poetas de la corte en la Inglaterra del período anglosajón, los ministrelli en Italia, o los trovadores de Francia, por mencionar algunos.
Narradores celtas itinerantes
Entre esos seanchaithe, no todos permanecían al servicio de un señor, sino que viajaban a lo largo de las tierras irlandesas. Ellos eran los narradores celtas itinerantes que sirven como punto de partida y conclusión de este artículo. Dichos personajes fueron la chispa que dio vida a una historia, El Sendero de la Palabra, con la que espero deleitaros muy pronto, como si pudierais escuchar mis palabras en torno a una hoguera. Como en los tiempos en los que los relatos transmitidos por la voz, sin la intromisión de la escritura, eran la principal fuente de entretenimiento.
Conclusión
Aunque la tradición de la narrativa oral se está perdiendo en la mayor parte de las culturas, todavía se mantiene viva en algunos lugares. Hay quienes dedican su tiempo a grabar los relatos de hombres y mujeres, de esos valiosos preservadores del folklore de los pueblos, que con sus historias, tal y como eran contadas por sus abuelos y por los abuelos de estos, contribuyen a que las futuras generaciones no olviden sus orígenes. Una de las personas que llevó a cabo esa imprescindible tarea de plasmar de alguna forma los testimonios orales de leyendas fue el escritor irlandés William Butler Yeats, quien recogió esos relatos en obras como Fairy and Folk Tales of Ireland.
Por suerte, algunos de esos lugares en los que las tradiciones de narrativa oral se han preservado se encuentran cerca de nosotros, como por ejemplo en el País Vasco, donde los bertsolaris continúan mostrando sus dotes para crear composiciones en apenas unos minutos y envolverlas con la magia de su voz. Ahí están también los movimientos para reivindicar artes como el de la poesía oral que están proliferando durante estos últimos años en festivales tan interesantes como Vociferio, que se celebra en Valencia todos los años y que os invito a conocer.
En muchos puntos del mundo el arte de contar historias o storytelling sigue muy vivo y espero que continúe así. Mientras estemos interesados en escuchar maravillosas narraciones que nos hagan soñar, que también es algo intrínseco a la naturaleza humana, su futuro está asegurado.
Tras compartir con vosotros algunos datos acerca de los narradores celtas y de todo un mundo que se nutre de la palabra, me gustaría saber: ¿conocéis algún ejemplo más de narrativa oral, ya sea de otros tiempos o que pervivan en nuestros días?
Una entrada muy ilustrativa. Por acá en Latinoamérica no hay mucha bibliografía de referencia sobre estos temas, así que empezaré por la recopilación de William Butler Yeats a la que haces mención. Un abrazo.
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Gracias por tu comentario. Espero que te sirva si lo que buscas son leyendas orales. Un abrazo.
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